miércoles, noviembre 01, 2006

LOS ANHELOS DE ELOISA


La mañana de los treinta y cinco años de Eloisa, el cielo amaneció sin sol. Tres días atrás, un viento del norte estacionó una parvada de nubes encima de la ciudad. El cielo parecía una cúpula gris que amenazaba con desplomarse en agua. La gente portaba infaustos paraguas, ávidos de ser usados; caminaban con la mirada extraviada entre el cielo y el suelo; alertas de la primer gota de lluvia que aplacará el sofocante calor de las calles.

La televisión se encendió a las siete cuarenta de la mañana, justo cuando el noticiero matutino daba el reporte del clima y se anunciaba el inició de las medidas de contingencia ambiental. Escondida bajo las sábanas, Eloisa estiró el brazo en busca del control remoto, apagó la TV y se incorporó. Asustó el sueño con un bostezo. La habitación quedó nuevamente en silencio.

Aún con la pereza incrustada en los huesos, se levantó. Caminó hacia a la pequeña cocina para prepararse su acostumbrado café con leche, extrajo de una bolsa de papel una pieza de pan de dulce, comprada especialmente para conmemorar su cumpleaños, empezó a devorarla de manera pausada mientras miraba su pequeño departamento. Hizo una pausa, se preguntó si el huésped que esperaba se sentiría cómodo. Todo estaba preparado para su llegada, un azul verdoso remplazó al blanco mugre de las paredes; las cuales no recibían mantenimiento desde hacia cuatro años. Cuando el cáncer le pudrió el estomago a su madre y la muerte se la llevó con el rostro salpicado de dolor. Desde entonces vivía sola.

Todos los preparativos le exigieron largas jornadas de trabajo frente a la Singer eléctrica: único legado de su madre. Eloisa perdió la cuenta de cuántos metros o kilómetros de tela transformó en vestidos, cortinas, manteles y sábanas encargadas por sus clientas. Varias noches, cuando los ojos empezaban a dolerle y la espalda a amenazar con quebrársele, miraba el calendario en busca de su cumpleaños; fecha fijada, por ella misma, como el límite de sus esfuerzos.

Una de las disposiciones para ese día consistió en la confección de un vestido blanco. La tela la robó de uno de los encargos. El modelo visto a la protagonista de la telenovela de las seis de la tarde, sirvió de base.

El días de sus treinta y cinco años, lo vistió. Apenas terminó de enfundárselo, corrió al espejo a mirarse. La emoción pintaba su pálido y huesudo rostro. Siendo niña había imaginado ese momento. Acicaló su pelo lacio y negro, escondió la cartera en el brassiere y sin dilatar más se enfiló hacia la calle.

Enfundada en blanco caminaba entre la gente. Desde temprana edad desarrolló la habilidad de desaparecer ante los ojos de los demás. –Era necesario– le decía su madre– para sobrevivir en esta maldita ciudad, porque aquí lo único que buscan es joderte-.
Caminaba con la mirada gacha, sin cruzarla con la de los otros transeúntes –nunca mires a los demás a los ojos, puede ser peligroso-. En esa postura andaba siempre y así aprendió a mirar el sol desde el suelo, a reconocer a la gente por los zapatos y ha sonreírle a los perros.

Caminaba con el entusiasmo apuntando al piso, pensando en el momento de regresar a casa sintiéndose acompañada. Tendría ahora a quien contar todos sus secretos, con quien comentar las pesadillas que le asustaban el sueño. Apretó el paso cinco cuadras más, hasta que reconoció el lugar del encuentro. Levantó la mirada sigilosa y un golpe seco le heló el rostro. No estaba. Apresurada corrió al interior del local.
-Oiga señor he venido por el pez amarillo que estaba en la pecera grande del escaparate – dijo Eloisa con la voz apretada por los nervios.
-Ese, se ha vendido ya– dijo despreocupado el empleado del acuario. Ella sentía sus piernas convertidas en trapo.
-¿Cómo que se ha vendido ya? Ayer mismo por la tarde estaba aún aquí.
-Se lo habrán llevado antes de cerrar.
-¡Pero eso no puede ser! – gritó Eloisa, llamando la atención de las personas que como ella visitaban el local y despertando el asombro del dependiente quien la miraba extrañado por su incomprensible reacción. Eloisa no se percató que miraba directamente a los ojos del encargado, retando, exigiendo una explicación, sintiendo ganas de matarlo.

Hacia dos meses que Eloisa vio por primera vez al pez amarillo; vendido la noche anterior. En ese momento, vino a su mente aquella ocasión cuando, siendo niña, paseaba de la mano de su madre por las calles del centro y descubrió en un aparador al pez amarillo más brillante que ella nunca hubiera imaginado. Se detuvo pasmada por aquel animal acuático, lo que le mereció una reprimenda por parte de su madre. A Eloisa no le importó, siguió parada con la mirada impresionada.
- ¡Anda niña camina!, no podemos seguir paradas aquí – Dijo su madre.
- Mamá – dijo Eloisa sacando voz y valor de lo profundo de su alma – Mamita cómprame ese pescadito.
- ¡Estas loca!, eso debe costar una fortuna.
- Anda mamita – lloriqueó.
- He dicho: ¡No! y camina que estamos en el paso de la gente y nos van a aplastar. – Ordenó su madre mientras tiraba del infantil brazo de Eloisa.

Adulta y huérfana, encontró un nuevo pez amarillo igual de brillante. Ese día, corrió, apurada, al interior del establecimiento para informarse del costo.

-El pez cuesta mil quinientos pesos, pero va a necesitar– informó el encargado– una pecera de agua salada, agua salada, termómetro, piedra, arena de mar, en sí todo el equipo necesario, pero si compra el paquete en exhibición le sale en oferta.

A partir de entonces, Eloisa visitaba el establecimiento con regular frecuencia, se detenía frente al escaparate y le hacia al pez promesas mudas. Inclusive empezó a llamarlo “Chema” como su abuelo. Cuando empezó por reunir el dinero necesario y por acondicionar su departamento para la llegada del pez, le informaba, en un dialogo silente, de los avances en los ahorros y nuevamente le prometía el momento de vivir juntos.

Ahora estaba ahí, aturdida y con la mirada perdida, vistiendo su vestido blanco, abandonada a la más injusta soledad.
- Señora, señora – escucho decir – atrás tenemos otros peces de la misma especie, si gusta puedo mostrárselos.
Eloisa se sentía ausente, se dejó guiar por el empleado hasta las peceras ubicadas al fondo del local, donde nadaban tres peces amarillos. Ella los miró con recelo y extrañeza. Son tan similares– pensó –pero ellos ¿qué saben de mi? viviendo juntos no sienten lo que sentimos Chema o yo. Acercó su rostro a la pecera; el cristal reflejó su rostro endurecido. Sus ojos habían perdido la chispa de la mañana. Dos de los peces, asustados, nadaron al fondo de la pecera; solo uno se quedó quieto. La mirada de Eloisa y la del pez parecieron cruzarse.
- Quiero éste – señaló con voz de látigo.
- ¿Le preparo el equipo? – preguntó el empleado.
- Si
- ¿Se lo enviamos?
- Vivo a diez cuadras ¿En cuanto tiempo esta en mi casa?
- Cuarenta minutos o una hora.
- Esta bien, ¿el pez sobrevive si me lo llevo ahora mismo?
- Si, sobrevive en un equipo de traslado que puede devolver en cuanto este instalado el suyo.
- Esta bien – Dijo Eloisa acercándose nuevamente a mirar al animal que parecía no asustarse– el pez me lo llevo de una vez.
Eloisa salió del acuario con el pez amarillo. La había retado, pensaba, eso es peligroso.
“Aprenderás a entenderme” pensaba Eloisa en un dialogo silente con el pez “ lejos de tus compañeros. Debes también entender a Chema que vivía solo en ese escaparate”.
Eloisa camino en silencio las diez cuadras de regreso a su casa cargando en la mano derecha el recipiente con el pez. Vestida de blanco perseguía sus pasos de vuelta, negando a su nuevo amigo cualquier pensamiento o palabra. Lo condenaba a vivir solo el resto de su vida. A compartir juntos sus respectivos cautiverios.

La primer gota de lluvia se estrelló contra el piso. Empezaba a llover.