viernes, mayo 25, 2007

7 de junio 2007

PARA AQUELLOS QUE AUN CONSERVAN
LA ESPERANZA DE UN MUNDO MEJOR
O
PARA AQUELLOS QUE NECESITAN
UN PRETEXTO PARA TOMARSE EL DIA


lunes, mayo 07, 2007

DOMINGO EN EL ZOCALO

Eran las cuatro de la mañana cuando llegamos al centro histórico, dejamos el carro antes de eje central, cruzarlo era imposible. Las calles del centro estaban tomadas por hordas de gente con hoja de registro en mano, los más. Ahí caminaba el hombre de la bata de baño color vino, el de los boxers, la de vestido de noche y sus acompañantes con los rastros de un smoking, aquellos otros con pants, todos vestidos adecuadamente para desvestirnos.

Las filas de hombres y mujeres formaban una, dos, cinco serpientes que se extendían sobre 16 de septiembre, Palmas y Madero. Todos dispuestos, ansiosos, con la calma necesaria para vencer a los prejuicios, a las inhibiciones, al frío de la madrugada. Nos preguntábamos, alguien respondía, tratábamos de adivinar el número de participantes. Cercano a la espalada del de enfrente, cruzamos la valla de seguridad con nuestra hoja de registro extendida, así lo exigían los organizadores. ¡Avance! ¡rápido! ¡rápido! gritaban los policías, los organizadores, 150, 210 personas por minuto ingresábamos a la plaza de la constitución.


Cruzar la primera barrera fue un logro, se respiraba mejor en el Zócalo. Las inhibiciones, la vergüenza se quedaron detrás de las vallas, nunca creí que correría para no perderme la oportunidad de desnudarme en público. A través de un altavoz una mujer daba indicaciones: “Por favor no se desvistan hasta que se les ordene” “Esperemos que el sol salga por el este”. Esperar: una palabra contraria a los ánimos, un verbo que no distinguía su connotación, perdido entre la calma y la esperanza. Caminamos por los portales, como muchos lo hemos hecho en un diario trajinar por la ciudad. Sentados sobre el arroyo vehicular estaban todos: la mujer de 60 años cubierta con una breve chamarra, el hombre en silla de ruedas, el universitario, el oficinista, la pareja que se abraza y se convence de vivir juntos una experiencia más, las chavas preparatorianas, los amigos que prefirieron no dormir esa noche, los más de dieciocho mil mexicanos con la mirada cargada de emoción y complicidad. En unos minutos todos compartiríamos nuestra intimidad.

Hombro con hombro, sonrisa contestando a una sonrisa, aún vestidos descubríamos en nuestras miradas el valor por vencer nuestro pudor, el que ya no importaba, nos mirábamos y nos alentábamos. El orden no lo pusieron los organizadores, lo traían los participantes, tratábamos de organizarnos, de voz en voz nos pasábamos las indicaciones, preparándonos para salir bien en la foto, contrarrestando el mal sonido, nada haría que esta experiencia fallara. Un “México, México” otro “Goya” reventaba en el Zócalo mientras mirábamos al cielo, tratando de adivinar con el breve azul de la mañana la hora exacta. De pronto, en la cúspide de una escalera, Spencer Tunick saludaba a los asistentes. Una ovación hacia él, hacia nosotros, hacia la desnudez, hacia el arte. Callamos todos queríamos saber donde dejaríamos nuestra ropa, el lugar donde esconderíamos nuestro pudor, nuestros atavismos.

Nuevamente se nos pidió esperar, el más ansioso se inclinó para desanudarse los tenis, era una carrera contra el sol y nadie quería que la foto saliera mal. Uno, dos, tres, ¡Naked! Era el momento. En movimientos que parecían ensayados durante todo un mes nos despojamos de nuestras ropas, nos arrancamos el último rastro de pudor y caminamos, corrimos hacia la plancha del Zócalo. Ante los ojos todo era desnudez, ríos de cuerpos humanos moviéndose en una sola dirección, con la confianza del que te precede y el respeto al que te antecede, formando un acto per se artístico donde el ser humano se expone así mismo como la cúspide de la estética.

La sonrisa pintaba todos los rostros: en un acto de atrevimiento, de sorpresa, de liberación, de demostrar que el cuerpo no es sexo y que la desnudes no es pornografía. Corríamos en un escenario con el que nos sentimos identificados, el piso era menos duro de lo pensado, el frío no era tan grave, la libertad nos hacia ligeros. No era importante el sobrepeso, las estrías, los senos pequeños, grandes, el tamaño de los genitales, la cantidad de vello púdico, la celulitis, todos nos veíamos hermosos.

Llegó la primera indicación para formar filas, “llenar el hueco de atrás” risas. “Posición A” “Miren la cabeza del de enfrente” “No se muevan”. No nos movimos, serios como quien posa para una fotografía tamaño infantil, como si la cámara estuviera delante de nosotros, sin parpadear, evitando movernos, serios. Siguiente toma. Aplausos. Se coreó uno, dos, tres “México”, una ola que corre a través de la plancha del zócalo en una marea de desinhibición.

La posición no ensayada, pero que todos conocíamos: “Saluden a la bandera”. “No hay bandera” gritó uno. El lábaro patrio no ondeaba en el Zócalo, hay quienes consideraron nuestra desnudes una afrenta contra los símbolos nacionales, pero eso no resultaba importante, estábamos ahí, en el corazón de la patria, desnudos, sin ropa, sin bandera, solo con nosotros mismos y nuestra mexicanidad encima. La mano en el pecho, con el respeto aprendido en la escuela, formado uno tras otra, saludando a un símbolo ausente, uniformados con nuestra piel, extendiéndonos como un lienzo sobre el centro de la ciudad de México. Los colores patrios tomaban un matiz distinto: el color de su gente.

La posición B nos llevó al piso, acostados sentimos el frío en las nalgas, en la espalda, los pies del de al lado, trenzados uno con otro, cerca, muy cerca, vestidos solo con nosotros mismos mirabamos el cielo. “Levanta la cabeza y ve a tu alrededor” invitaban algunos, atrás los organizadores con altavoces pedían que las bajáramos. La vista valía el atrevimiento: Un lago de cuerpos humanos arremolinado en la base del asta bandera era una imagen imposible de olvidar. La foto esta tomada, alguien grita: “¡Carajo!, salí con los ojos cerrados” arranca risas mientras nos levantamos.

Posición C. Hincados en posición fetal con la cabeza dirigida hacia catedral: “Norberto Rivera el pueblo se te encuera” corean algunos. Risas, uno a uno va tomado posición y la vulnerabilidad queda expuesta, todos miramos al que teníamos atrás en busca de una tregua, un silente “nada más no me mires donde no debes”. Hubo quienes no se aguantaron las ganas y gritaron: “No levantes la cabeza” “Nada más no se pedorreen” y la foto no llegaba. Apretábamos las nalgas y uno que otro echaba una mirada perdida en el rincón del de enfrente: “Me vale madres que me vean el pito y las nalgas, pero no me vean el culo” gritó alguno. El tiempo pasa y las indicaciones no paran: “Ya tómala cabrón” “Cabrón estas tomando una foto no estas dibujando”. Las piedras se encajan en las rodillas, en los codos. Silencio, es tiempo para que se tome la foto. Un fuerte aplauso y la cara de “que pinche posición” era general. Lo más difícil había pasado. Nos levantamos y no negamos la ayuda al de al lado, entre nosotros mismo, conociéndonos o no, nos sacudíamos el polvo, de donde no nos alcanzaban las manos: la espalda.

Los organizadores pidieron que los siguiéramos, caminamos hacia 20 de noviembre. Seguíamos las órdenes dictadas a través de altavoces. Fue difícil no asociar la escena con las imágenes del holocausto tan grabadas en el imaginario colectivo. La libertad se sentía en los pies. “Foto por foto, cosilla por cosilla” se coreaba, “Foto por Foto, desnudo por desnudo”. Caminamos una, dos, tres cuadras, alejándonos del Zócalo, jamás creí llegar tan lejos en cueros, cada paso era un poco más de libertad conquistada.

En las bocacalles hubo quienes miraban. “Morbosos” Les gritábamos “Que se encueren” coreamos. En el techo de un hospital, mirones se resistían a ceder ante la presión, un médico se quita la bata, la gente aplaude, la camisa, gritos alabando el valor, no se atreve a quitarse los pantalones y la rechifla se le va encima. Hay quienes prefieren esconderse para no ser invitados al desnudo. La ciudad era nuestra, era el retrato de una sociedad utópica donde las clases sociales se difuminan, el color de la piel forma un mosaico y la diferencia de cuerpos definen una totalidad. Brazo izquierdo levantado. Brazo derecho.

Caminar de regreso al Zócalo, la sonrisa en los labios es menos evidente pero la cara de satisfacción nos hace cómplices. Vamos satisfechos. Los hombres a vestirse, las mujeres al centro, la imágenes del holocausto ya no son tan presentes, hemos arrancado de nuestro imaginario colectivo lo inhumano para dejar en ello la belleza de lo humano.

Nos vestimos sin prisa, con calma, renuentes a regresar a esa cotidianidad de prejuicios e inhibiciones, a recuperar tu Yo. Salimos del Zócalo dejando en la cámara de Spencer Tunick la imagen de una sociedad dispuesta a demostrar su belleza y llevándonos cada uno de nosotros un pedazo de libertad.