Ayer sábado, tuve la mala suerte de contagiarme con la aspereza de una tarde melancólica. Días atrás, Andrés, un viejo amigo, tuvo la insípida ocurrencia de invitarme a una parrillada en Cuernavaca, quería celebrar su cumpleaños en compañía de quienes fuimos sus mejores cuates en la universidad. En un principio, su reaparición en mi vida me incomodó, inclusive, mi reacción inmediata fue excusarme bajo cualquier pretexto. Tenía más de cinco años sin saber de él y durante ese tiempo jamás tuve la mínima necesidad de buscarlo, sólo me rendí a la arbitraria voluntad del destino y a él lo consideré una víctima más del olvido.
Durante la semana, confronté mi desánimo por participar en una orgía de anécdotas simples y caducas contra la curiosidad y el morbo por la posibilidad de reencontrarme con Mariela o por lo menos: saber si alguien tenía noticias de ella. El simple hecho de recordarla me provocó tanta ansiedad que un día después de hablar con Andrés tuve que retomar mi dosis de prozac para no hundirme en una depresión y desequilibrar mi “vida perfecta”. No me atreví a preguntarle si sabía algo de ella, desde su desaparición, todos fingieron una hipócrita amnesia en un intento por evitar que su ausencia fuera más lastimosa para mí; aunque de vez en cuando alguien rumoreaba algún comentario, conclusión ó noticia corrida de voz en voz; cuando llegaba a los oídos de Andrés, su conducta era la misma: hablar de mil ocurrencias, beber, emborracharnos y al final me confesaba, con un gesto de seriedad fúnebre, de que se había enterado.
La rutina del alcohol, seriedad, lágrimas, declaraciones de lealtad y finalmente la revelación del rumor, se prolongó por un par de años más después de terminar la carrera hasta que no hubo nada que comunicar, así fue como perdí contacto con Andrés. Nadie, ni él, supo que yo fui la última persona con quien Mariela habló, tampoco se enteraron de las dos cartas que me escribió después de su partida.
A Mariela la conocí en el primer semestre de la licenciatura y forjamos una amistad que sólo cinco veces cruzó los límites del sexo; motivados más por la embriaguez, el ocio o la urgencia de coger que por el deseo mutuo. Compartimos muchas causas, nos embriagamos en diálogos nocturnos y discusiones enfocadas a llenar el vacío que sentíamos, a reconocernos como una generación sin identidad, como dos seres perdidos en el sueño de su necia existencia vegetativa.
El viernes acepté asistir: negarme a revivirla era vivirla en la negación. El sábado, bajo el sol y los vientos enredados de nostalgia que corren en otoño, me reencontré con los rostros de mis antiguos compañeros. Ella no estaba. Me sorprendió el cambio en ellos, antes eran rostros cargados de ilusión, ahora tenían miradas de frustración, gestos de amargura, sonrisas de autocomplacencia, barrigas de incertidumbre, caderas de aburrición y voces que hablaban de los hijos, las propiedades, la oficina; en un ejercicio por establecer la marca del ejemplar más productivo de nuestra generación. Yo escuchaba, tragaba cervezas, atento a la borrachera de aquel sujeto de aspecto tan poco parecido a Andrés.
Mientras todos hablaban de su presente y planteaban sus planes inmediatos, yo me hundía cada vez más en la imagen de Mariela. Empecé a extrañarla y sentí su ausencia: aplastarme, dolerme, decepcionarme. Había oscurecido cuando miré nuevamente a Andrés: seguía bebiendo.
Cerca de la media noche, me sentí harto de esperar -igual y ese cabrón no sabe nada- pensé. Me acerqué a él y le dije que me marchaba. Su rostro perdió esa sonrisa estúpida del reencuentro y me pidió esperar; así lo hice, dos horas más y la cuota estaba pagada: Mariela está en París.
Durante la semana, confronté mi desánimo por participar en una orgía de anécdotas simples y caducas contra la curiosidad y el morbo por la posibilidad de reencontrarme con Mariela o por lo menos: saber si alguien tenía noticias de ella. El simple hecho de recordarla me provocó tanta ansiedad que un día después de hablar con Andrés tuve que retomar mi dosis de prozac para no hundirme en una depresión y desequilibrar mi “vida perfecta”. No me atreví a preguntarle si sabía algo de ella, desde su desaparición, todos fingieron una hipócrita amnesia en un intento por evitar que su ausencia fuera más lastimosa para mí; aunque de vez en cuando alguien rumoreaba algún comentario, conclusión ó noticia corrida de voz en voz; cuando llegaba a los oídos de Andrés, su conducta era la misma: hablar de mil ocurrencias, beber, emborracharnos y al final me confesaba, con un gesto de seriedad fúnebre, de que se había enterado.
La rutina del alcohol, seriedad, lágrimas, declaraciones de lealtad y finalmente la revelación del rumor, se prolongó por un par de años más después de terminar la carrera hasta que no hubo nada que comunicar, así fue como perdí contacto con Andrés. Nadie, ni él, supo que yo fui la última persona con quien Mariela habló, tampoco se enteraron de las dos cartas que me escribió después de su partida.
A Mariela la conocí en el primer semestre de la licenciatura y forjamos una amistad que sólo cinco veces cruzó los límites del sexo; motivados más por la embriaguez, el ocio o la urgencia de coger que por el deseo mutuo. Compartimos muchas causas, nos embriagamos en diálogos nocturnos y discusiones enfocadas a llenar el vacío que sentíamos, a reconocernos como una generación sin identidad, como dos seres perdidos en el sueño de su necia existencia vegetativa.
El viernes acepté asistir: negarme a revivirla era vivirla en la negación. El sábado, bajo el sol y los vientos enredados de nostalgia que corren en otoño, me reencontré con los rostros de mis antiguos compañeros. Ella no estaba. Me sorprendió el cambio en ellos, antes eran rostros cargados de ilusión, ahora tenían miradas de frustración, gestos de amargura, sonrisas de autocomplacencia, barrigas de incertidumbre, caderas de aburrición y voces que hablaban de los hijos, las propiedades, la oficina; en un ejercicio por establecer la marca del ejemplar más productivo de nuestra generación. Yo escuchaba, tragaba cervezas, atento a la borrachera de aquel sujeto de aspecto tan poco parecido a Andrés.
Mientras todos hablaban de su presente y planteaban sus planes inmediatos, yo me hundía cada vez más en la imagen de Mariela. Empecé a extrañarla y sentí su ausencia: aplastarme, dolerme, decepcionarme. Había oscurecido cuando miré nuevamente a Andrés: seguía bebiendo.
Cerca de la media noche, me sentí harto de esperar -igual y ese cabrón no sabe nada- pensé. Me acerqué a él y le dije que me marchaba. Su rostro perdió esa sonrisa estúpida del reencuentro y me pidió esperar; así lo hice, dos horas más y la cuota estaba pagada: Mariela está en París.
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