Ayer, el silencio devoró mis dedos,
arrancó mis manos
y las metió en mi boca
acallando el grito de angustia
que revolteaba en mi pecho
por no saber decir
lo que quería decir.
De los pasos que se siguen para sobrellevar la vida, de todo y nada, de mi y del mundo.
viernes, diciembre 08, 2006
miércoles, noviembre 01, 2006
LOS ANHELOS DE ELOISA
La mañana de los treinta y cinco años de Eloisa, el cielo amaneció sin sol. Tres días atrás, un viento del norte estacionó una parvada de nubes encima de la ciudad. El cielo parecía una cúpula gris que amenazaba con desplomarse en agua. La gente portaba infaustos paraguas, ávidos de ser usados; caminaban con la mirada extraviada entre el cielo y el suelo; alertas de la primer gota de lluvia que aplacará el sofocante calor de las calles.
La televisión se encendió a las siete cuarenta de la mañana, justo cuando el noticiero matutino daba el reporte del clima y se anunciaba el inició de las medidas de contingencia ambiental. Escondida bajo las sábanas, Eloisa estiró el brazo en busca del control remoto, apagó la TV y se incorporó. Asustó el sueño con un bostezo. La habitación quedó nuevamente en silencio.
Aún con la pereza incrustada en los huesos, se levantó. Caminó hacia a la pequeña cocina para prepararse su acostumbrado café con leche, extrajo de una bolsa de papel una pieza de pan de dulce, comprada especialmente para conmemorar su cumpleaños, empezó a devorarla de manera pausada mientras miraba su pequeño departamento. Hizo una pausa, se preguntó si el huésped que esperaba se sentiría cómodo. Todo estaba preparado para su llegada, un azul verdoso remplazó al blanco mugre de las paredes; las cuales no recibían mantenimiento desde hacia cuatro años. Cuando el cáncer le pudrió el estomago a su madre y la muerte se la llevó con el rostro salpicado de dolor. Desde entonces vivía sola.
Todos los preparativos le exigieron largas jornadas de trabajo frente a la Singer eléctrica: único legado de su madre. Eloisa perdió la cuenta de cuántos metros o kilómetros de tela transformó en vestidos, cortinas, manteles y sábanas encargadas por sus clientas. Varias noches, cuando los ojos empezaban a dolerle y la espalda a amenazar con quebrársele, miraba el calendario en busca de su cumpleaños; fecha fijada, por ella misma, como el límite de sus esfuerzos.
Una de las disposiciones para ese día consistió en la confección de un vestido blanco. La tela la robó de uno de los encargos. El modelo visto a la protagonista de la telenovela de las seis de la tarde, sirvió de base.
El días de sus treinta y cinco años, lo vistió. Apenas terminó de enfundárselo, corrió al espejo a mirarse. La emoción pintaba su pálido y huesudo rostro. Siendo niña había imaginado ese momento. Acicaló su pelo lacio y negro, escondió la cartera en el brassiere y sin dilatar más se enfiló hacia la calle.
Enfundada en blanco caminaba entre la gente. Desde temprana edad desarrolló la habilidad de desaparecer ante los ojos de los demás. –Era necesario– le decía su madre– para sobrevivir en esta maldita ciudad, porque aquí lo único que buscan es joderte-.
Caminaba con la mirada gacha, sin cruzarla con la de los otros transeúntes –nunca mires a los demás a los ojos, puede ser peligroso-. En esa postura andaba siempre y así aprendió a mirar el sol desde el suelo, a reconocer a la gente por los zapatos y ha sonreírle a los perros.
Caminaba con el entusiasmo apuntando al piso, pensando en el momento de regresar a casa sintiéndose acompañada. Tendría ahora a quien contar todos sus secretos, con quien comentar las pesadillas que le asustaban el sueño. Apretó el paso cinco cuadras más, hasta que reconoció el lugar del encuentro. Levantó la mirada sigilosa y un golpe seco le heló el rostro. No estaba. Apresurada corrió al interior del local.
-Oiga señor he venido por el pez amarillo que estaba en la pecera grande del escaparate – dijo Eloisa con la voz apretada por los nervios.
-Ese, se ha vendido ya– dijo despreocupado el empleado del acuario. Ella sentía sus piernas convertidas en trapo.
-¿Cómo que se ha vendido ya? Ayer mismo por la tarde estaba aún aquí.
-Se lo habrán llevado antes de cerrar.
-¡Pero eso no puede ser! – gritó Eloisa, llamando la atención de las personas que como ella visitaban el local y despertando el asombro del dependiente quien la miraba extrañado por su incomprensible reacción. Eloisa no se percató que miraba directamente a los ojos del encargado, retando, exigiendo una explicación, sintiendo ganas de matarlo.
Hacia dos meses que Eloisa vio por primera vez al pez amarillo; vendido la noche anterior. En ese momento, vino a su mente aquella ocasión cuando, siendo niña, paseaba de la mano de su madre por las calles del centro y descubrió en un aparador al pez amarillo más brillante que ella nunca hubiera imaginado. Se detuvo pasmada por aquel animal acuático, lo que le mereció una reprimenda por parte de su madre. A Eloisa no le importó, siguió parada con la mirada impresionada.
- ¡Anda niña camina!, no podemos seguir paradas aquí – Dijo su madre.
- Mamá – dijo Eloisa sacando voz y valor de lo profundo de su alma – Mamita cómprame ese pescadito.
- ¡Estas loca!, eso debe costar una fortuna.
- Anda mamita – lloriqueó.
- He dicho: ¡No! y camina que estamos en el paso de la gente y nos van a aplastar. – Ordenó su madre mientras tiraba del infantil brazo de Eloisa.
Adulta y huérfana, encontró un nuevo pez amarillo igual de brillante. Ese día, corrió, apurada, al interior del establecimiento para informarse del costo.
-El pez cuesta mil quinientos pesos, pero va a necesitar– informó el encargado– una pecera de agua salada, agua salada, termómetro, piedra, arena de mar, en sí todo el equipo necesario, pero si compra el paquete en exhibición le sale en oferta.
A partir de entonces, Eloisa visitaba el establecimiento con regular frecuencia, se detenía frente al escaparate y le hacia al pez promesas mudas. Inclusive empezó a llamarlo “Chema” como su abuelo. Cuando empezó por reunir el dinero necesario y por acondicionar su departamento para la llegada del pez, le informaba, en un dialogo silente, de los avances en los ahorros y nuevamente le prometía el momento de vivir juntos.
Ahora estaba ahí, aturdida y con la mirada perdida, vistiendo su vestido blanco, abandonada a la más injusta soledad.
- Señora, señora – escucho decir – atrás tenemos otros peces de la misma especie, si gusta puedo mostrárselos.
Eloisa se sentía ausente, se dejó guiar por el empleado hasta las peceras ubicadas al fondo del local, donde nadaban tres peces amarillos. Ella los miró con recelo y extrañeza. Son tan similares– pensó –pero ellos ¿qué saben de mi? viviendo juntos no sienten lo que sentimos Chema o yo. Acercó su rostro a la pecera; el cristal reflejó su rostro endurecido. Sus ojos habían perdido la chispa de la mañana. Dos de los peces, asustados, nadaron al fondo de la pecera; solo uno se quedó quieto. La mirada de Eloisa y la del pez parecieron cruzarse.
- Quiero éste – señaló con voz de látigo.
- ¿Le preparo el equipo? – preguntó el empleado.
- Si
- ¿Se lo enviamos?
- Vivo a diez cuadras ¿En cuanto tiempo esta en mi casa?
- Cuarenta minutos o una hora.
- Esta bien, ¿el pez sobrevive si me lo llevo ahora mismo?
- Si, sobrevive en un equipo de traslado que puede devolver en cuanto este instalado el suyo.
- Esta bien – Dijo Eloisa acercándose nuevamente a mirar al animal que parecía no asustarse– el pez me lo llevo de una vez.
Eloisa salió del acuario con el pez amarillo. La había retado, pensaba, eso es peligroso.
“Aprenderás a entenderme” pensaba Eloisa en un dialogo silente con el pez “ lejos de tus compañeros. Debes también entender a Chema que vivía solo en ese escaparate”.
Eloisa camino en silencio las diez cuadras de regreso a su casa cargando en la mano derecha el recipiente con el pez. Vestida de blanco perseguía sus pasos de vuelta, negando a su nuevo amigo cualquier pensamiento o palabra. Lo condenaba a vivir solo el resto de su vida. A compartir juntos sus respectivos cautiverios.
La primer gota de lluvia se estrelló contra el piso. Empezaba a llover.
viernes, febrero 10, 2006
10 de febrero de 2006
Son las 11. 22 de la noche, estoy en Cuernavaca, Morelos. El viento soplaba con la furia de un invierno agonizante luchando por mantenerse vivo. Ahora (en el instante en el que escribo estas líneas) todo se ha quedado inmóvil. Las hojas de plátano, las ramas del limón, el naranjo y las bugambilias dejaron de moverse: todo es calma, casi como la antípoda a las palabras revueltas en mi corazón. No sopla el viento y los perros ladran. Al fondo escucho un aullido que no logro distinguir y que se ha callado. Ahora el silencio es supremo.
LA HOJA EN BLANCO
Una hoja en blanco es un túnel de ideas ocultas en la oscuridad del silencio; un intruso ante tus ojos; filo que corta las más nobles intenciones; es enfrentarte al escándalo de la verdad, a un rebelde con la firme intención de romper con el orden impuesto por los pensamientos; un delator del error y la ignorancia: es la cárcel a la cual las palabras nunca quieren llegar.
Ese pequeño rectángulo virtual ó físico, atascado en una pantalla o en un cilindro, rompe con la vergüenza del hombre y el egoísmo de la conciencia, confronta tu vanidad y la seguridad de tu destino.
De niño tuve la osadía de ensuciar el blanco de una hoja de papel con palabras que estorbaban entre mis dedos. El azar puso en ellas a mi primer lector; quien me sorprendió intentando robarle la verdad a una inmaculada lámina de papel. La torturaba con la punta de un bolígrafo y le imprimía sentencias que la condenaran a morir con las letras de un imaginario nogal.. Él llegó por detrás y se detuvo. Incómodo lo acusé como custodio del deber de un niño. Después, pronuncio palabras merecedoras de permanecer en el vientre de cualquier lápiz y de ser olvidadas por la conciencia del deber ser. Sus ojos brillaban con la misma fuerza de mis oraciones. ¡Ahí esta!-dijo- la belleza de lo no dicho en el vulgar decir cotidiano.
Hoy, veinticuatro años después, me encuentro ante el horror de mi silencio, delante de las palabras que desaparecen frente la deslumbrante figura de la pálida (como la muerte) imagen de un rectángulo inofensivo: testigo de mil suicidios y confesiones, secretos vergonzosos y revoluciones, amantes fieles y adúlteros necesitados, silencios escandalosos y verdades calladas, frases gastadas y miradas constantes, caricias subjetivas y odios encarnados. Aquí, en este papel que en otro idioma, donde no existe la arrogancia del ser humano, no dice nada; me confieso víctima de lo fortuito, de lo lúdico de la vida y donde hoy me debato por no permanecer callado.
Una hoja en blanco es la cobardía de los hombres por escuchar sus secretos, es el más infiel de los amantes, es la mágia oculta entre la consciencia humana y la verdad callada, es sencillamente: una simple e inútil herramienta para conservar la palabra.
Cuernavaca, Morelos a 10 de febrero de 2006.
Ese pequeño rectángulo virtual ó físico, atascado en una pantalla o en un cilindro, rompe con la vergüenza del hombre y el egoísmo de la conciencia, confronta tu vanidad y la seguridad de tu destino.
De niño tuve la osadía de ensuciar el blanco de una hoja de papel con palabras que estorbaban entre mis dedos. El azar puso en ellas a mi primer lector; quien me sorprendió intentando robarle la verdad a una inmaculada lámina de papel. La torturaba con la punta de un bolígrafo y le imprimía sentencias que la condenaran a morir con las letras de un imaginario nogal.. Él llegó por detrás y se detuvo. Incómodo lo acusé como custodio del deber de un niño. Después, pronuncio palabras merecedoras de permanecer en el vientre de cualquier lápiz y de ser olvidadas por la conciencia del deber ser. Sus ojos brillaban con la misma fuerza de mis oraciones. ¡Ahí esta!-dijo- la belleza de lo no dicho en el vulgar decir cotidiano.
Hoy, veinticuatro años después, me encuentro ante el horror de mi silencio, delante de las palabras que desaparecen frente la deslumbrante figura de la pálida (como la muerte) imagen de un rectángulo inofensivo: testigo de mil suicidios y confesiones, secretos vergonzosos y revoluciones, amantes fieles y adúlteros necesitados, silencios escandalosos y verdades calladas, frases gastadas y miradas constantes, caricias subjetivas y odios encarnados. Aquí, en este papel que en otro idioma, donde no existe la arrogancia del ser humano, no dice nada; me confieso víctima de lo fortuito, de lo lúdico de la vida y donde hoy me debato por no permanecer callado.
Una hoja en blanco es la cobardía de los hombres por escuchar sus secretos, es el más infiel de los amantes, es la mágia oculta entre la consciencia humana y la verdad callada, es sencillamente: una simple e inútil herramienta para conservar la palabra.
Cuernavaca, Morelos a 10 de febrero de 2006.
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